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Prisionera de una guerra propia


El destello de más de 35.000 luces iluminaba el cielo nocturno de la ciudad de Bogotá, y el resplandor inevitable se reflejaba al horizonte del estadio en los ojos de los curiosos que desde sus ventanas en el barrio El Campín se asomaban para presidir el evento. Son las 8:30 de la noche y faltan pocos minutos para que la banda británica salga al escenario. Había estado esperando esto por meses, pero no se me ocurría un peor lugar para estar en ese momento. La temperatura capitalina era baja, deambulando entre los 10° y 12° grados centígrados, su cuerpo temblaba, suena coherente, pero no era de frio. La mente estaba desconectada, pero ya no sabía de qué; algo no encajaba, físicamente estaba en un lugar, pero mentalmente en otro. El desasosiego recorría poco a poco cada parte de su cuerpo, dominándola por escasos instantes hasta que alguna otra emoción la invadía. Siempre ha sido una persona de emociones fuertes, pero la adrenalina casi siempre es la protagonista por excelencia que compite a muerte con ganar la batalla. La ironía, paseándose, me saluda como de costumbre: sabía que no quería estar ahí, aunque había pagado casi 300.000 pesos por estarlo.

***

Fueron 4 meses en guerra, batalla tras batalla, todas las perdí, pero feliz accedía cada vez a ser prisionera de guerra. Es abril, habíamos estado juntos en una relación desde el 31 de diciembre, y por más que trate de convencerme de que no sabía en lo que me estaba metiendo, lo tenía claro, yo misma me había declarado la guerra a segundos de empezar el año. Han sido varias las ocasiones en que yo no era la única en su vida, de hecho, estaba lejos de serlo, pero siempre optaba por dejarlo de lado, hasta que no lo veía no desistía. ─ No es nada, solo son cosas que dice la gente. ─ No solo aceptaba el calabozo, me había resignado a uno que yo misma construí a pulso y cerré con los barrotes de la comodidad del engaño, el autoengaño. No obstante, era una amenaza inminente, ya había pasado, era cuestión de tiempo esperar el segundo, tercero o décimo ataque, quién sabe con cuántas niñas habrán sido, y quizá nunca lo sabré. Un temor prolongado cada vez que miraba mi reflejo en aquellos ojos inmensos repletos de mentiras, me iban a engañar, eso era seguro, si yo me enteraba o no, es otra historia.

Sin embargo, esta vez algo era distinto, mi fascinación por la idea exquisita de que lo que importaba era quien le presentaba a la familia y no a quien le hablara al oído en una fiesta, siempre tan seductora, se encontró sumergida en la realidad de lo que sucedía en el campo de batalla. Pese a haber estado una hora juntos al medio día, él se comportaba de una forma particular, no me trataba bien, pero siendo honesta, eso no era lo sorprendente, normal, en esta ocasión él físicamente se quería ir. Como era de esperarse, sucumbí al deseo maldito de buscarlo dos horas después para saber qué sucedía y caminé hasta encontrarlo. ─ Tal vez hice algo mal y por eso no me quiere ver. ─ Pensaba, no cabía duda de que independiente de la situación que fuera, yo tenía la culpa. No llegué a hablar con él, pero del otro lado de una cancha de fútbol, con los ojos inundados y un nudo en la garganta logré mi propósito con una escena que acabó por romper con mi confianza: estaba con alguien más, su “mejor amiga”. Eso era lo que pasaba. Mi destino terrible se aproximaba, yo lo sabía.

Al llegar a mi casa, me cambié y salí de inmediato, tenía otros planes, aunque mi mente se haya quedado atrapada en esa cancha. Era el concierto de Coldplay en Bogotá, un evento que había estado esperando por varios meses y que no podía dejar pasar. Una vez entré al estadio, la emoción de los asistentes era completamente agobiante, miles de gargantas se sincronizaban en un coro indescriptible que más que entusiasmarme, me asustaban. Cada persona tenía un brazalete con pequeños bombillos. Apagaron las luces del estadio y fue ahí cuando la experiencia empezó. Miles de luces moradas y verdes se visualizaban desde lo alto de la tribuna occidental, mi aliento se cortaba y las personas se unían en coro como pidiendo a gritos con un tinte de admiración escuchar la voz de Chris Martin. Le apreté la mano a mi hermano con fuerza y con cada grito de felicidad, irónicamente, algo se desgarró lentamente en mí. Mi respiración se agitó y sentí temblores, una presión en el pecho ahogó mi tranquilidad.

Las canciones cobran sentido en la vida de alguien en situaciones bastante particulares, y así me ocurrió a mí. Una por una quebrantaba profundamente mi ser, y casi siempre terminaba por rogarle a la vida en medio de un silencioso llanto desesperado: ─ Haz que se acuerde de mí, por favor, haz que se acuerde de mí. ─ Mi ingenuidad no tenía límites, tal vez pensar en la persona con la que estas comprometido, la que “amas”, de alguna forma ilumina tu mente y evita que la engañes, pero este ciertamente no fue el caso. Punto para él, y de paso la victoria. Son las 11:00 de la noche, se acabó el evento y luego de un huracán de emociones, la intensidad del momento bajó remotamente. Decidí mirar mi celular: ─ ¿Qué tal el concierto? ─ Me preguntó, está claro que para él no ha pasado nada. Es evidente ¿Por qué no pude verlo? La batalla no era con él, ni siquiera estaba enterado, era conmigo.

Sin razón aparente, en seis meses, dos después de lo ocurrido, me encuentro a mí misma en una situación extraña, casi ajena. Como dije, mi ingenuidad no tiene límites, pero si he de ser sensata, eso no era ingenuidad, era estupidez en su máxima expresión. Catorce niñas, me había engañado con catorce niñas, su mejor amiga tan solo había sido la afortunada número trece, no hay de qué preocuparse, es solo que fue la única a la que vi.

¿Cómo se llega a una situación así? Sigue siendo un enigma para mí. ¿Cómo se perdona lo mismo catorce veces? ¿Es un acto de compasión? No, en realidad de profunda imbecilidad, solo quería seguir, no importaba en qué condiciones. ─ Ana, te tengo que contar algo que vi, pero por favor no estés triste. ─ Esa con seguridad fue la frase que más escuché en seis meses de mi vida. Las luces del estadio se apagaron. La batalla acabó.

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