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Abuelos


Durante mis primeros catorce años, lo veía todos los días en la casa, pasaba gran parte de las tardes sentada con él en su habitación; sin embargo, nunca lo conocí. Escuché hablar de él como si fuera un súper héroe, muchas personas me contaron de sus días de aventurero, pero esa imagen seguía siendo difícil de encajar en la figura del hombre serio y canoso que veía en una camilla todos días al llegar del colegio.

Dagoberto Hernández, mi abuelo, nació en medio de una familia numerosa, pero no contaba con veinte años cuando emprendió camino a la capital a hacer su propia vida. Con un mínimo de dinero, compró herramienta en la costa y, establecido en una habitación que cumplió la función de local para vender y de hogar para dormir, vendió la mercancía haciéndose a las ganancias y al reconocimiento en el mercado que poco a poco fue adquiriendo. Su actitud era siempre seria ante los negocios, pero sociable y recochero para sus amigos. Madrugaba todas las mañanas y, con su bigote bien arreglado y su boina bien puesta, salía de su habitación a cerrar negocios y a firmar facturas. La tenía clara, advierten muchos, no se debían dejar engañar por su baja estatura y acento pueblerino, pues, sin ningún vicio diferente a la comida y al trabajo, con su mente siempre calculadora y evaluativa, no había quien lo estafara. Sus amigos disfrutaban de su generosidad, mientras su hija recibía de él el mejor estudio y ejemplo que le podía dar, porque, aunque poco afecto y cariñoso, Dagoberto reflejó su paternidad asegurando el futuro de su familia.

Después de algunos años, el local pasó a ser un almacén; de una hija pasó a cuatro, y las historias de sus viajes cada vez tenían más espectadores. La vez que perdió su dinero por enterrarlo en la playa para ir a jugar futbol, cuando supuestamente se encontró a la patasola a la orilla de la piscina de su finca, a cuantos ayudó dándoles trabajo en su almacén o todas las historias de sus hijos inventando alguna forma de evadir sus regaños me hacían ver, en aquel abuelo a quien observaba durmiendo todos los atardeceres, a un hombre inquieto, hablador, generoso, trabajador, pero a su vez colérico, estricto e impulsivo.

Aún recuerdo la tarde cuando lo tomé de la mano, atenta de que nadie se diera cuenta, sabiendo que seguramente él no reconocería mi tacto, e imaginé cómo hubiera sido nuestra relación de abuelo y nieta, si él no hubiera caído en un estado de coma cuando yo apenas tenía un año. A veces creo que le hubiera tenido respeto… llegando al miedo, otras veces me gusta imaginar que con sus nietos la actitud hubiera sido otra y que yo hubiera contado con un abuelo alcahueta, narrador de historias, consejero. Que aquel hombre respetado, a veces temido, hubiera sido mi protector y amigo. Otras veces no imagino lo que hubiera podido ser y me fijo en lo que fue, en el trabajo que mi familia tiene gracias a él y en el espíritu valiente, trabajador y audaz de sus hijos, aún sin haberlo conocido, me recuerdan a él.

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