La historia de una, el sufrimiento de muchas
Esta es la historia de una joven mujer que ha sentido el sufrimiento de muchas de nosotras, y hoy, decide compartirlo anónimamente con ustedes.
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No sé cómo hacer esto, es algo completamente nuevo para mí. He descubierto que no soy de piedra y que hay movimientos en mí que me hacen tambalear. No estoy acostumbrada a sentir, las emociones son algo que he evitado durante toda mi vida; he decidido guardarlas en aquel baúl que todo tenemos en nuestro interior. Aquel baúl en el que depositamos todo aquello que no queremos ver, recordar o asumir. Allí hay desde exámenes reprobados, hasta desamores y el día de hoy me atrevo a decir que todo lo que está allí guardado se ha podrido. Es como el balde que tenemos en todas las casas para recibir las gotas que se filtran por el techo cada vez que llueve. En vez de arreglar el techo, he decidido depositar cada gota en un balde que hace rato no da más abasto, y que hoy, está a punto de inundar la casa. Yo me encuentro refugiada en un lugar donde el agua escasamente se filtra, pero sé que pronto tendré el agua al cuello y cuando menos me lo espere, ya no podré respirar. La única forma de salvar mi vida es nadando en el agua de mis fracasos, desamores y frustraciones, hasta llegar a la puerta, que abierta, permitirá que el agua fluya sin quitarme la vida.
Pensar en mi vida es recordar las emociones que me han marcado, pero que intencionalmente he echado en el balde de mi vida. Los escasos años que tengo no están marcados por experiencias, están marcados por sentimientos; sentimientos que he evadido y que hoy me amenazan con ahogarme. El recuerdo más lejano, pero intenso que tengo es cuando de diferentes formas se referían a mi apariencia grande y gorda. Muchos que me conocen les parecerá absurdo que más de diez años después siga permitiendo que eso cale en mis entrañas. Sin embargo, esa es la realidad; aún me hiere pensar en que hacía dieta cuando estaba en segundo de primaria, mientras mis compañeras comían torta y yogures con azúcar. Es imposible olvidar cuando me decían que me estaba saliendo celulitis en las piernas y que los brazos se estaban engordando. Todavía está vivo en mi mente el olor de la crema cicatricure para desvanecer las estrías que nunca se exiliarían de mis piernas y que, aún en el día de hoy me acompañan; incluso más que antes. Me sentía realmente discriminada, desafortunada: sentía que no tenía sentido vivir una vida empezando una dieta todos los lunes, pidiendo siempre una talla de más a la hora de medirme ropa y siendo la más grande y gorda en mi grupo de amigas. Pero no, eso no podía importarme, así que puse un balde en mi corazón, en el que caerían todas las gotas de dolor, frustración y tristeza que me generaba dicha situación. No me quería mojar, no podía permitir eso. Lo cierto es que fue la peor decisión que pude haber tomado.
Con el pasar de los años se pensaría que aprendía a aceptarme y a quererme como era, pero no fue así. Por el contrario, el odio hacia mí misma creció hasta tal punto, que sacrifiqué mi felicidad, mi familia, mis amigos y a Dios, por estar esclavizada en un gimnasio los últimos dos años de mi vida. Comía carbohidratos complejos, alimentos orgánicos y grasas saludables; pretendía no volver a probar un dulce en toda mi vida. Hasta que aquel día llegó: el momento que tanto temía se apoderó de mi por nueve meses. Todo lo que tenía reprimido se desbordó. Estallé como una olla a presión que no puede botar el vapor, entonces la tapa salió disparada, dejando en el techo y las paredes de la cocina todo lo que estaba tratando de contener.
Salieron disparadas mis ganas de ser una persona normal, mi deseo por poder comerme un dulce sin ser juzgada, mi miedo por engordar, mi insatisfacción conmigo misma, mi desgano y desánimo hacia la vida. Yo pretendía que todo estaba bien, pero no era así. Odiaba la vida que llevaba, la que yo misma elegí llevar. Era difícil mantener esa fachada, cuando todos a mi alrededor me felicitaban por ser perseverante con el gimnasio y tener fuerza de voluntad; lo que no sabían era que estaba obsesionada y que en mi mente había un desequilibrio que, hasta el día de hoy no he podido controlar.
Fue cuando colapsé, que todo se me salió de las manos. No sabía qué hacer. Por momentos, me poseía una fuerza sobrenatural que dominaba mis acciones y mis emociones, tenía que darle todo lo que me pidiera; no podía ignorarla.
Terminé en un consultorio psiquiátrico, tomando ansiolíticos y antidepresivos para controlar mi desequilibrio. Estaba convencida de que eso sería suficiente, pero la verdad es que fue en ese momento que me figuró replantearme mi vida y lo que estaba haciendo con ella. Perdí las ganas de vivir por quince días. Lo que sentía era más fuerte que yo, nada valía la pena y a pesar de que lo tenía todo, no tenía nada.
Con conversaciones con la psiquiatra y esfuerzo de mi parte, logré salir adelante con lentitud. Era como una tortuga, me movía despacio, pero había construido un caparazón que me permitía enfrentar las diferentes situaciones de la vida. Sin embargo, aquel caparazón no lo soportaría todo; de hecho, debido a él me encontraría con una realidad que había querido evadir desde que tengo razón.
Siempre he sido una persona que cree controlarlo todo. Me he convencido de que no siento, y de que las situaciones que deberían afectarme emocionalmente, no lo hacen, simplemente porque yo no lo permito; o eso creía. Lo cierto es que de repente tenía bajones sin razón aparente y me encontraba llorando sin saber por qué.
No todas mis desgracias se reducen en el gimnasio, mi apariencia física y mi relación con la comida. Si no estoy mal, llevo desde julio del año pasado saliendo con muchachos, uno tras otro, intentando tener algo y fracasando en el intento. Admito que no me he dado un tiempo para mí. Desaparece uno y enseguida llega otro, así hasta hace cuatro días. El viernes de la semana pasada hablé con el último de ellos; después de cuatro meses de haberme entregado, tuve la suficiente valentía para alejarme de él, pues era yo la única que estaba dispuesta a sacrificarme por él. Él por su parte, creía que todo giraba en torno a él y en ese orden de ideas, nunca hizo el mínimo sacrificio por mí. Fui yo quien vine a la universidad un día en el que no tenía clase, solo para almorzar con él, y cuando llegué él ya no estaba en el punto de encuentro acordado, sino que se había ido porque me había demorado mucho. Lo cierto es que llegué a la 1:00p.m., hora acordada, pero como él había salido antes se desesperó. Fui yo quien volé cada vez que llovía para compartir mi sombrilla con él; fui yo quien accedió a almorzar donde el quería; fui yo quien lo acompañó al transmilenio a altas horas de la noche; fui yo quien iba a su casa cada vez que él lo pedía y tomaba transporte público tarde en la noche para estar en la universidad y esperar a que mis padres me recogieran; fui yo quien mentí para verme con él; fui yo quien di todo de mí a alguien que no lo merecía ni nunca lo merecerá. LA culpa y la rabia me invaden al escribir estas palabras, pero es muy tarde ya para arrepentirme. Me mentí a mí misma y me convencí de que él podía cambiar, pero en el fondo sabía que eso nunca pasaría; y así fue. Me alejé de él y como era de esperarlo, no le importó, ni le importé.
Antes de él estuve con alguien que decía ver algo especial en mí, aunque no sé por qué le creí, pues a fin de cuentas, todos me han dicho eso alguna vez. Tuve relaciones con él en menos de una semana de haberlo conocido; me escapé a su casa, inventé historias para poder tener encuentros sexuales y aún así, en menos de dos meses ya me estaba diciendo que era mejor alejarse de mí y dejar las cosas así. Una vez más, me sentí usada, culpable y con rabia. Permití que me usaran, a pesar de que en el fondo supiera cual sería el final de la historia.
Simultáneamente a todas estas situaciones tenía un plan con un hombre para mantener una relación física, sin compromiso. Tomó años llegar a esa conclusión, y no fue hasta hace un tiempo aproximadamente que logramos hacerlo. No fue nada de lo que esperaba. No solo porque ni siquiera fue placentero para mí, sino porque él se alejó y adoptó un comportamiento completamente extraño después de eso. Debo admitir que me sentía usada, fue el sexo más desperdiciado de mi vida. Sin embargo, aún así tengo miedo de que se acabe la amistad que hemos construido por cualquier estupidez relacionada con la atracción. Sé que me siento usada, sé que he sido su juguete por tres años y que he estado ahí para que él haga lo que quiera conmigo. Sí, prefiero que juegue conmigo a que no haga nada.
Sin embargo, la peor de todas las experiencias vino a mi corazón después de tener relaciones con alguien en el baño de un lugar indebido. Él y yo estábamos en situaciones similares: vacíos sin llenar y desánimo frente a la vida. Me presté para darle placer y el día de hoy aún me siento sucia, arrepentida y culpable. Una de mis peores decisiones.
Debo decir que al mirar hacia mi pasado me encuentro con realidades vergonzosas y emociones que preferiría evitar; sin embargo es justamente esa evasión la que me tiene hoy aquí, escribiendo estas palabras con lágrimas deslizándose sobre mis mejillas. Ya no puedo contener nada más. No puedo negar que me siento utilizada, que me siento puta y que no he sabido tomar las mejores decisiones. Definitivamente he caído muy bajo y he comprobado que lo que decía Gabriel García Márquez es cierto: “el sexo es el consuelo cuando el amor ya no es suficiente.”
Por eso, lo mejor que puedo hacer es nadar en el mar de mis fracasos, desamores y frustraciones para poder abrir la puerta que me permitirá liberarme.